La entrevista al completo puede ser descargada desde la hemeroteca del periódico ABC a través del siguiente enlace:
http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/blanco.y.negro/1964/02/15/044.html
El general Emilio Aguinaldo es considerado como uno de los principales artífices de la Revolución filipina, cuya independencia proclamó el mismo en Kawit en 1898. La nobleza demostrada en el campo de batalla luchando contra las tropas españolas motivó que el general Primo de Rivera le calificara como "bravo y leal adversario en la guerra, noble y fiel amigo en la paz", y que la reina María Cristina le concediera la más alta distinción de la Cruz Roja Española.
Me acerqué con emoción al balcón desde el que Emilio Aguinaldo proclamó la independencia de Filipinas en 1898. Sesenta y cuatro años después, el mismo protagonista de aquel acto me abrió las persianas y me invitó a pasar.
En la calle principal de Kawit, hoy carretera general, está la casa-palacio-museo del general Aguinaldo. Es una vieja mansión colonial emborrachada de bellísimas maderas nobles. Suelos de madera, techos y artesonados de madera, paredes de madera, grandes mesas y muebles de extraordinaria, de increíble madera tropical. Al salón principal, en el que está el balcón histórico de los dos cañones, da, por un lado, el amplio comedor y, por el otro, el dormitorio. En esas mesas se fraguó una buena parte de la revolución filipina y se celebraron los primeros Consejos de Ministros. Las paredes se encuentran materialmente cubiertas de fotografías y recuerdos históricos. Entre ellas —algunas curiosísimas— vi una del Rey Alfonso XIII y otra del general Primo de Rivera, al que Aguinaldo admiró muchísimo, con esta emocionada dedicatoria: «Al general Aguinaldo, bravo y leal adversario en la guerra, noble y fiel amigo en la paz.»
Cuando yo le vi tenía noventa y tres años. Sólo viviría un año y unos meses más. Era un hombre pequeñito, casi momificado, de andar vacilante y de manos expresivas y muy vivas. Llevaba grandes galas que parecían extrañas en la cara. El pelo blanco y abundante. Hundidas las mejillas hasta acusar los pómulos. Los ojos diminutos, casi ciegos, pero todavía, a veces, con brillos de energía. Una pequeña figura oriental, en fin, entrañable, sencilla sin exceso, dignísima en todo momento.
Me recibió Aguinaldo con estas palabras:
—Ah, cuánto me alegro de que haya venido. Yo quería que viniera un escritor español. Yo quería, yo quería, yo quería, nunca viene nadie a verme. Vino Salvador de Madarieta (sic). Pero yo quería un escritor de España.
Me invitó a sentarme. Iba cubierto con con una bata oriental de calor rojo, demasiado vivo. El aire acondicionado nos separaba del calor abrasador. Tomé asiento junto a él. A un lado estaba la cama donde su mujer, María Agoncillo de Aguinaldo se reponía de una pequeña enfermedad, cuidada con atenciones de enamorado por su marido. La pareja tenía algo de infantil que enternecía.
Hablamos un rato de España. Aguinaldo se expresaba en un perfecto castellano. Nunca además aprendió Inglés, lo cual resulta inverosímil en la Filipinas actual, donde uno sólo se puede entender en tagalo o en Inglés. Yo le enseñé unos ejemplares de "ABC" que él tomó pausadamente, con una veneración. que me sorprendió.
—La Madre Patria— dijo, y yo sentí un nudo en la garganta—. La Madre España. Después de a Filipinas yo amo a la Madre España y querría ir algún día a ella ... Los norteamericanos nos traicionaron, nos traicionaron, nos traicionaron, ...
Se calló de golpe y brillaron sus ojos. Cambió entonces el tono de voz:
—Teniente—me dijo, de pronto—. ¿se acordará de enviarme cuando vuelva a España, un libro de Fite sobre la Revolución filipina?
Si, mi general—le dije, un poco sorprendido.
Pasaba el anciano estadista de momentos de lucidez plena a momentos de chochera. Al referirse a la época revolucionaria recordaba hechos y fechas con una precisión. asombrosa. De 1940 a nuestros días todo era confusión en la cabeza del general. De pronto me di cuenta, casi física, de que me hablaba un pedazo de Historia viva.
Durante una hora, Emilio Aguinaldo contestó a mi curiosidad sin titubear en un nombre o en un dato. ¿Cómo era Rizal, el gran poeta, iniciador de la revolución contra España? ¿Y el doctor Sun Yat-sen, padre de la República china al que Aguinaldo conoció en su casa de Macao, que yo acababa de visitar unos días atrás? ¿Y la emperatriz Tse-Hsi, la de la guerra de los boxer y los "55 días de Pekín"? ¿Y el emperador del Japón, el Hijo del Sol, oculto tras su cortina de crisantemos y distancias?
Entonces yo le hice da pregunta inevitable:
—¿Y los héroes de Baler? ¿Y los últimos de Filipinas?
Aguinaldo se levantó entonces con una gran lucidez en la mirada. Buscó con sus manos vivaces unos papeles y con voz temblorosa leyó este párrafo:
«Habiéndose hecho acreedores a la admiración del mundo las fuerzas españolas que guarnecían, el destacamento de Baler, por el valor, constancia y heroísmo con que aquel puñado de hombres aislados y sin esperanza de auxilio alguno, han defendido su bandera por espacio de un año, realizando una epopeya tan gloriosa y tan propia del legendario valor de los hijos del Cid y de Pelayo; rindiendo culto a las virtudes militares e interpretando los sentimientos del Ejército de esta República, que bizarramente les ha combatido, a propuesta de mi secretario de Guerra y de acuerdo con mi Consejo de Gobierno, vengo en disponer lo siguiente: Artículo uno. Los individuos de que se componen las citadas fuerzas no serán considerados como prisioneros, sino como amigos, y, en consecuencia, se les proveerá por la Capitanía General de los pases necesarios para que puedan regresar a su país.
Dado en Tarlak, en 30 de junio de 1899.
El presidente de la República, Emilio Aguinaldo.
El secretario de Guerra, Ambrosio Flores.»
Escuché en silencio la lectura de esta orden, leída con orgullo sesenta y tres años después por el mismo que la firmó. Un documento tal vez único, por su caballerosidad e hidalguía, en la Historia contemporánea.
—La reina doña María Cristina, en nombre de Alfonso XIII —añadió Aguinaldo con los ojos brillantes—, me concedió la más alta distinción de la Cruz Roja española. Y volviéndose al escritor yugoslavo Ante Radaic, dijo textualmente: --Siempre he guardado un gran cariño hacia la Madre España y en los días de la guerra siempre ordenaba a mis soldados que tuvieran un gran respeto a la santa bandera española. Siempre he querido y sigo queriendo a la Madre España como a mi propia madre. Cuando yo hablaba así de España durante la Revolución, mis soldados y oficiales me lo reprochaban. Nunca he permitido maltratar a los españoles. A los prisioneros sanos los mandaba a España y a los enfermos les curaba en los hospitales.
Otra entrevista con Emilio Aguinaldo realizada por Guillermo Gómez Rivera en 1958 puede ser leída en el siguiente enlace:
http://semanario-filipinas.blogspot.com/2010/12/entrevista-con-emilio-aguinaldo-y.html
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